Estamos tan acostumbrados al
mundo laico y secular de la modernidad y a su aparente avance indetenible que
nos resulta muy difícil imaginar otro, en el que, a diferencia del nuestro, el
catolicismo ocupe el centro de la vida social y personal. Es más, a la mayoría
de los católicos es muy probable que un mundo así les resulte no solo
imposible, sino aún indeseable. ¿Cómo sería el mundo, sin embargo, si, por el
contrario, las tendencias laicistas y agresivamente secularizadoras de las
ideologías modernas hubiesen sido derrotadas por la fe católica y ésta fuese la
matriz en la que se configurara la sociedad humana? Esto es justamente lo que
imagina Robert Hugh Benson en Alba
triunfante, una sorprendente novela escrita
en 1911, unos años después de su obra maestra Señor del mundo (1907). De hecho, Alba triunfante no es la continuación de Señor del mundo, sino una suerte de contrapunto, en el que se
muestra qué hubiese ocurrido si, en lugar de imponerse el humanismo ateo
moderno, el catolicismo se hubiese constituido en el fundamento espiritual de
la sociedad moderna.
Robert Hugh Benson |
La novela se desarrolla en un
ficticio 1973 y, como en Señor del mundo,
está llena también de visiones futuristas —estilo Julio Verne— de un mundo
lleno de grandes progresos tecnológicos y científicos (el autor parece
fascinado por la idea de las máquinas voladoras —es decir, los aviones—, hoy
tan triviales para nosotros). Pero no es ese el punto más interesante de ambas
novelas, aunque les otorga una calidad cinematográfica también muy adelantada
para su tiempo. Lo realmente importante está en la profunda visión metafísica,
teológica, cultural y aún política que subyace y se expresa en esta narración. La
sociedad cristiana que describe Benson ha logrado una síntesis entre la ciencia
moderna y la teología, en la que ambas, en lugar de entrar en conflicto,
reconocen cada una su lugar y se enriquecen mutuamente, para provecho de la
humanidad. Esta complementariedad de la fe y la razón, que es uno de los rasgos
más importantes del catolicismo y que fue equilibrada y brillantemente
desarrollada y proclamada como esencial al sistema dogmático católico en el
Concilio Vaticano I, está muy inteligentemente expresada en esta obra. Esto
obedece no a un mero pacto de caballeros o a una forzada tolerancia, como
quizás sucede hoy en día, sino precisamente porque en el corazón del universo
bensoniano late la convicción de que el dogma cristiano no es un mero “sistema
de símbolos” que vehicula contenidos éticos, sino la única expresión posible de
la revelación del núcleo último de la realidad y su sentido. Si esto es así, no
tiene la ciencia moderna nada que temer de la fe, ni la fe nada de la ciencia.
Ni va la fe a hundir a la ciencia en el “oscurantismo”, ni va la razón
científica a disolver la fe, puesto que cada una reconoce su puesto esencial en
el acceso del hombre a la comprensión de la realidad, que no queda reducida a
mero “hecho positivo”.
Salvator Mundi (Atribuido a Leonardo) |
Este es el elemento de la obra de
Benson que me parece más relevante y actual y que apunta justo en la dirección
de una de las carencias que están en la base de la debilidad que muestra el
catolicismo contemporáneo: estamos tan embebidos en una suerte de positivismo
materialista y humanista ambiental, que pareciera que los creyentes, muy en el
fondo, no nos tomamos realmente en serio la idea de que los dogmas de la fe
cristiana no son “simbólicos” (en el sentido moderno de que algo simbólico no
es real), sino que son la expresión racional de verdades ontológicas,
metafísicas de aquello que es último, fundamental, de la realidad. Hemos
olvidado que, en cristiano, lo simbólico es sacramental,
es decir, hace presente de manera real
aquello que en sí mismo es lo más real de
la realidad. En los últimos decenios, un cierto y absurdo desmedro de lo
dogmático en favor de lo ético ha terminado —de manera bastante sutil y hasta
inadvertida para los creyentes— por reducir el cristianismo a una suerte de
ética filantrópica e incluso ha operado una especie de “protestantización” del
catolicismo, cuando no en una politización radical-izquierdista del mismo.
Esta distancia entre nuestro
mundo y el universo de Benson, donde la ortodoxia no era sinónimo de cerrazón e
inmovilismo mental, hace que la lectura pueda resultar incómoda y a veces hasta
irritante para nosotros, lectores ilustrados de un mundo que de moderno pasó a
nihilista. Sobre todo, cuando nos enfrentamos a la manera en que Benson
resuelve el problema de la relación entre la política y la fe en un hipotético mundo
ambientalmente católico como el que describe. No quiero abundar mucho en este
punto, puesto que no quiero robarle al lector la propia experiencia de la
extrañeza, que me parece esencial para el disfrute de la lectura de esta
novela. Pero sí es bueno aclarar que hay que entender el propio universo mental
de Benson, que es un inglés converso de finales del siglo XIX y principios del
XX, monárquico y que desea hondamente ver a su país reconciliado con Roma. Hay
que decir que en este difícil asunto, sin embargo, Benson está muy claramente
consciente de la diferencia entre el dogma católico y las formas políticas. Y
también a su favor, hay que decir que vale la pena leer con atención —justamente
si uno tiene convicciones liberales y democráticas— sus observaciones críticas
a los modelos políticos modernos, ya que apunta en la dirección de uno de sus
problemas fundamentales, aún no resuelto: el problema de las fuentes de la legitimidad
política. Es muy interesante también ver cómo Benson, en este punto, acusa muy
bien las tensiones internas —que pueden ser muy agudas e inquietantes—, que se
presentarían para la Iglesia y los cristianos en un mundo donde ésta fuese, de
alguna manera, triunfante.
Finalmente, hay que decir que
quizás haya una debilidad en esta novela, comparada con Señor del mundo. Y es que ésta última es, teológicamente, más verosímil.
Justamente porque relata ficcionalmente lo que es el contenido de la
escatología cristiana, tal como aparece en los textos del Nuevo Testamento: en
el fin de los tiempos (que no es algo
que va a ocurrir solamente en algún oscuro punto del futuro, sino algo que se
inauguró ya con la muerte y la resurrección de Cristo: es justo el tiempo en el
que estamos desde hace dos mil años), la Iglesia va a estar en lucha con el
Anticristo, que aparecerá incluso como triunfante. Según la Escritura, la victoria
final de la Iglesia tiene un carácter esencialmente escatológico. No es que
Benson se desdiga de eso, naturalmente: el principio anticrístico sigue
presente y activo en Alba triunfante, y
las tensiones que se harían presentes a la conciencia cristiana en un mundo
católico subyacen a la narración, inquietando al protagonista y al lector. Pero
el curso real de la historia parece confirmar más bien la profecía de Señor del mundo que las nostalgias y las
esperanzas de conversión del mundo que animaron a Benson a escribir Alba triunfante. No obstante, ambas
novelas conforman un gran díptico que tiene que apreciarse en su integridad,
para entender la grandeza de la visión de Benson y su muy pertinente convicción
de que en la Iglesia católica —con toda su fragilidad— se preserva y transmite la verdad profunda del mundo y de la vida.
Robert
Hugh Benson: Alba triunfante, Madrid:
Homolegens, 2009, 462 págs. (Esta edición castellana tiene una excelente introducción de
Sergio Gómez Moyano, cuya lectura recomiendo a quienes deseen informarse sobre
Benson y su obra.)
https://www.goodreads.com/book/show/20755990-alba-triunfante